La necesidad de repensar el Estado

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Juan Juan R GüellR GüellPresidente del Círculo de Empresarios de Galicia.

Artículo publicado en el diario Expansión

Superposición de competencias, profusión de legislaciones autonómicas que van en detrimento de la unidad de mercado, incremento de la presión fiscal para sostener un modelo administrativo sobrecargado por la estructura territorial del Estado, cámaras u organismos costosos e improductivos, ausencia de ventanillas únicas, discutible productividad del sector público, inseguridad jurídica…

Desde hace años, el sector empresarial viene reclamando a los diferentes gobiernos reformas que simplifiquen, modernicen y, en consecuencia, agilicen las complejas y pesadas estructuras administrativas y la organización territorial. Esa demanda también aparece en el Barómetro de los Círculos 2016 que promueven el Círculo de Empresarios, el de Economía y el de Empresarios Vascos, y en el que ha colaborado, un año más, el Círculo de Empresarios de Galicia.

España ha afrontado en los últimos años reformas de gran calado en distintos ámbitos; sin embargo, y a pesar de que incluso formaba parte de algunos programas electorales, la reforma administrativa y la revisión del modelo territorial han quedado siempre para mejor momento.

No se trata de un debate que deba centrarse (al menos no exclusivamente) en la reducción del aparato administrativo. Nuestro país se mueve en medias similares a los países de nuestro entorno en lo que respecta al número global de empleados públicos, pero presenta desequilibrios si se analiza su composición (médicos, profesores, policías, personal administrativo).

La Encuesta de Población Activa (EPA) del segundo trimestre de 2016 cifra en casi tres millones los asalariados del sector público, de los que la mitad corresponden a las administraciones autonómicas. Frente a lo que pudiera creerse, pese a la debacle que la crisis provocó en el sector privado, y pese también a las nuevas tecnologías, la EPA no indica una tendencia a la reducción, al menos no en todas las administraciones.

Globalmente el número de asalariados públicos de 2007 es similar al de 2016, pero, mientras las administraciones central y local han rebajado sus cifras, en las comunidades autónomas el proceso ha sido inverso: han pasado de 1,58 a 1,71 millones de asalariados. No hay que recordar que el sector privado está muy lejos de los niveles de empleo de 2007.

Es la estructura y composición del empleo público lo que nos diferencia de otros países. Mientras Dinamarca, Finlandia, Noruega, Países Bajos, Suiza o Reino Unido destacan por el peso de servicios de salud y enseñanza en número de trabajadores del sector público, España está a la cabeza en puestos exclusivamente de carácter administrativos.

¿Por qué?

En España conviven más de 8.000 ayuntamientos, 41 diputaciones (incluidas tres de régimen foral), siete cabildos, cuatro consejos insulares, diecisiete autonomías con estructuras de Estado (entre ellas, las forales), dos ciudades autónomas y un gobierno central.

Cada uno cuenta con sus respectivos gobiernos, parlamentos, tribunales de Justicia, defensores del pueblo, medios públicos, consejos consultivos, etc. Esto se traduce en más de 8.000 alcaldes, de 66.000 concejales (cierto que muchos no cobran por esta labor), más de mil diputados provinciales, 1.200 diputados autonómicos, 350 diputados en Cortes y 264 senadores, a los que cabría sumar los miembros de los distintos gobiernos (presidentes, ministros, consejeros, directores generales) y una pléyade de asesores en sus respectivos gabinetes, no siempre justificada.

Todo ello se compadece mal con las opiniones que se vienen reflejando estos años en el Barómetro de los Círculos: “La contribución de las Administraciones Públicas es el aspecto peor valorado por los empresarios. Las empresas encuestadas perciben que el tamaño de la administración es excesivo, su estructura compleja y su gestión de los recursos financieros y humanos no responde a los criterios de eficiencia exigidos en el sector privado”.

La deriva de nuestro modelo administrativo y territorial ha ido creando figuras nuevas sin anular las antiguas y sin que, por otra parte, ningún órgano controle la ¿productividad, eficiencia? de ese gasto público.

Al margen de si las cámaras parlamentarias deberían tener más o menos diputados, cabría debatir (por citar algunos ejemplos) sobre el papel futuro de las diputaciones provinciales, sobre un nuevo modelo de Senado que justifique su existencia, la necesidad de un rol más activo de las oficinas de empleo o el minifundismo municipal de algunas provincias…

Con el actual coste que implica nuestro modelo territorial y administrativo, cabría preguntarnos si podemos seguir sosteniendo esta estructura sin que se resientan aún más algunos servicios esenciales, como la sanidad, la educación o la justicia. Cabría analizar igualmente si el reparto competencial es el más adecuado para garantizar la igualdad proclamada por la Constitución, derivas secesionistas aparte.

Y cabría, en fin, preguntarnos si, con menos población y de mayor edad, con cambios tecnológicos continuos, una nueva economía que exige mayor agilidad y productividad y menos barreras, no debe la administración adecuarse a los nuevos tiempos… y si no es hora ya de repensar el Estado.



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