El agua en España: un mayor énfasis en la política de demanda

Difícilmente se puede exagerar la importancia del agua, recurso vital como ningún otro. Muchos de los debates que se plantean en torno al agua suscitan enfrentamientos apasionados que, en ocasiones, tienen su origen en un mal entendimiento de la naturaleza del agua como bien económico. Así, se trata de un bien de consumo rival –lo que uno consume deja de estar disponible para otros usuarios- cuya explotación, en ausencia de regulación, tiende a ser excesiva, originando problemas de escasez, pérdida de calidad o deterioro medioambiental.

En la actualidad, la economía del agua ha alcanzado en España una fase de madurez caracterizada por una demanda alta y creciente; una oferta rígida a largo plazo; una obsolescencia en diversas infraestructuras hidrológicas; una fuerte competencia entre distintos usos y la aparición de graves externalidades medioambientales negativas. No obstante, en los últimos tiempos se observan algunos comportamientos positivos en nuestro país. Según las estadísticas de la FAO, la demanda de agua ha experimentado cierta moderación. A esto hay que sumar la disminución en el porcentaje de pérdidas de agua en la distribución. Pero no todos los datos son igualmente optimistas. Por ejemplo, se observa una importante explotación ilegal de pozos y aguas subterráneas que pone en peligro estos recursos.

A estos problemas se unen una serie de factores que condicionan la política española del agua, como lacomplejidad institucional (multitud de agentes intervienen: Estado, CCAA, Municipios, Confederaciones Hidrográficas, Comunidades de Regantes…) o la normativa europea(destacando la Directiva Marco del Agua), que establece obligaciones específicas como la recuperación de los costes del servicio.

En nuestro país, más de dos terceras partes de la demanda de agua corresponden a la agricultura, mientras que los consumos de la industria y los hogares alcanzan valores en torno al 18 y el 13% respectivamente. Esta distribución del consumo por sectores difiere de la existente en la mayoría de países desarrollados, aun cuando sí es similar a la de otros países del sur de Europa. Algunos fenómenos, como las mejoras tecnológicas o la propia concienciación social, ayudarán a un uso más eficiente del agua. Estas fuerzas se enfrentarán a otros factores que empujan en sentido contrario, como el aumento de la población y su concentración en determinadas áreas geográficas. No es posible hacer un pronóstico seguro, pero no parece probable que en el futuro la demanda vaya a reducirse en ausencia de medidas bien diseñadas a tal efecto.

Por el lado de la oferta, dos rasgos caracterizan la disponibilidad de agua en España. En primer lugar, la desigual distribución de este recurso en función de las diferencias entre regiones tanto en sus condiciones climatológicas como de pluviosidad. En segundo lugar, la aridez y las recurrentes sequías e inundaciones. La irregularidad de nuestro régimen hidrológico ha conducido tradicionalmente a la construcción de infraestructuras destinadas a impedir o al menos paliar las consecuencias desastrosas del mismo. Así, España es en la actualidad el quinto país del mundo en número de presas. Además, la desigual distribución del agua dentro del territorio nacional hace que algo más de 25 millones de españoles dependan de trasvases (sistemas de suministro basados en transferencias de agua a gran distancia). Las fuentes alternativas de agua (desalinización y reutilización de aguas residuales tratadas) tienen aún en promedio un peso relativamente reducido, aunque varíe notablemente entre áreas geográficas.

En esta situación no parece razonable pensar en que un incremento de la oferta sea capaz de satisfacer la creciente demanda. Dadas unas condiciones meteorológicas, la única vía es la inversión en infraestructuras hidrológicas, pero es una posibilidad limitada. Tanto la construcción de nuevos embalses como la política de trasvases encuentran una fuerte controversia social. Por su parte, la alternativa de las desaladoras presenta problemas económicos –por ser muy intensiva en el uso de energía- y medioambientales –por sus emisiones de CO2 y los residuos de sal- y la reutilización de aguas residuales puede aumentar de manera significativa, pero no cabe esperar que vaya a conducir a incrementos de oferta similares a los de las grandes obras hidrológicas.

Por tanto, y en sintonía con lo que sucede en otros países desarrollados, la política del agua debe empezar a otorgar un mayor papel central a la gestión de la demanda y no limitarse a buscar formas de llevar el agua allá donde se solicite sin atender a criterios de eficiencia o costes de oportunidad del uso del agua. Así, es necesario que la gestión del agua persiga la sostenibilidad económica y medioambiental de este recurso.

En ese sentido, resulta imprescindible la aplicación de sistemas de precios, tarifas y tasas que permitan racionalizar la demanda de agua y que se conviertan en señales adecuadas de la eficiencia relativa de las actividades que demandan agua (y, por tanto, del coste de oportunidad de cada uso), de la escasez del bien y de las externalidades medioambientales que puedan producirse. El objetivo de ese sistema sería doble. Por un lado, y en línea con lo establecido en la Directiva Marco, la plena recuperación de costes; por otro, la eficiencia en el uso del aguaLa clave para el buen funcionamiento de este sistema radicará en que loscriterios para el establecimiento de precios y tarifas sean homogéneos y transparentes. Una óptima estructura de tarificación ayudaría a eliminar las subvenciones cruzadas que existen no sólo entre los usuarios sino también las intergeneracionales.

En el caso del sector agrícola y con independencia del apoyo a las mejoras de eficiencia en el sector –por ejemplo, con tecnología-, el establecimiento transparente de precios a uno de sus mayores inputs permitirá hacer explícitos los mecanismos que determinan su rentabilidad.

Por ultimo, desde el punto de vista de la oferta, el debate acerca de la conveniencia de unas u otras infraestructuras no debería limitarse a argumentos políticos, sino que debería construirse sobre cálculos económicos que establezcan la “frontera razonable” entre las diferentes alternativas (trasvases desaladoras, tratamiento de aguas residuales…). En definitiva, los recientes debates relativos a la política hidrológica deben racionalizarse aplicando criterios económicos. Es decir, se trata de utilizar en cada caso la técnica más eficiente desde el punto de vista económico. Ese cálculo debería incluir también los costes medioambientales de cada opción, pues la sociedad demanda de modo creciente una explotación sostenible de los recursos hídricos, que permita atender las necesidades del presente sin poner en peligro el suministro para generaciones futuras, ni tampoco los ecosistemas.



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