A lo largo de los últimos treinta años, la Administración Pública española ha vivido un muy intenso proceso de descentralización del poder del Estado hacia las Comunidades Autónomas. Sin embargo, las Administraciones Locales han permanecido estancadas tanto desde el punto de vista de autonomía política como financiera, lejos de los niveles alcanzados por sus homólogas europeas. Así, se ha ido postergando la denominada “segunda descentralización”, por lo que dichas administraciones se han visto enfrentadas a la necesidad de adaptarse a los cambios que ha vivido la sociedad española (demográficos, sociales, tecnológicos…) con un marco jurídico y económico anclado en el pasado. Hoy ese marco requiere una modernización urgente y coherente con una estrategia global que dote a nuestro país de la muy necesaria capacidad de adaptación frente un entorno tan cambiante. La Administración Central es quien debe establecer las reglas generales que determinen el poder de los tres niveles. De esta forma, las Corporaciones Locales pueden convertirse en un elemento dinamizador para la vertebración del Estado.

Esta segunda ola de descentralización en ningún caso debe entenderse como un paso hacia la desintegración del Estado. La meta que guíe cualquier reforma ha de ser la de unaorganización eficiente del conjunto de las Administraciones Públicas. En otras palabras, la descentralización debe efectuarse en la medida en que sea un verdadero instrumento al servicio del ciudadano, ante quien la administración está obligada a rendir cuentas. Para ello, deben aplicarse principios de racionalidad económica, de manera que la administración que provee el servicio o bien público correspondiente lo haga del mejor modo posible, aunque ello implique una cesión de competencias desde las Comunidades Autónomas a la Administración Local.

En ese mismo sentido, un peligro que debe evitarse a toda costa es el de hacer de esta nueva etapa descentralizadora una vía para elevar la participación del sector público en la economía de nuestro país tanto a través de un mayor entramado regulador como con incrementos de gastos e impuestos. El principio de eficiencia debe regir, junto con otros que se consideren oportunos en cada campo específico, cualquier reorganización del sector público. Ello implica que, dados unos determinados recursos, la pretensión final sea mejorar la calidad (e incluso la cantidad) de los bienes y servicios públicos.

Es preciso adaptar el marco administrativo local a las nuevas realidades de nuestro país: un incremento del volumen de población (sobre todo inmigrante) desigualmente distribuido, un proceso de envejecimiento de la población también heterogéneo desde el punto de vista municipal o la aparición de servicios públicos cuya provisión se enfrenta a problemas de economías de escala (con un elevado número de micro municipios) o de congestión (en las grandes áreas metropolitanas).

No estamos ante un problema meramente de financiación; la cuestión es mucho más amplia, pues obliga a replantearse qué Administración debe gestionar qué servicios y asumir las correspondientes competencias, así como el mejor modo para organizar y garantizar la provisión de unos servicios de calidad para atender las necesidades y demandas del ciudadano. Aunque no existe un modelo único europeo, sí se pueden hacer propuestas concretas que orienten esa organización hacia una mejora sustancial en la provisión del bien o servicio.

La asignación de competencias a las Corporaciones Locales debe permitir que éstas las desarrollen con verdadera autonomía y no por simple delegación de otras administraciones de nivel superior. Es fundamental aplicar el binomio subsidiariedad-eficiencia de modo que quien provea el bien o servicio sea la administración con óptima capacidad para hacerlo. En este sentido, resulta esencial reestructurar los niveles competenciales de Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales.

De manera simultánea a la nueva asignación de competencias, debe hacerse un gran esfuerzo de coordinación vertical y horizontal. Este es un desafío enorme, en tanto que la falta de coordinación es claramente una de las deficiencias que han lastrado el proceso de descentralización administrativa española. Así se deduce de la enorme carga que para los agentes económicos supone la maraña reguladora que dificulta la normal realización de la actividad económica, además del despilfarro de recursos que se produce cuando hay varias administraciones actuando sin la necesaria coordinación sobre el mismo ámbito.

Asimismo, se antoja imprescindible adoptar un sistema de financiación que promueva la corresponsabilidad fiscal de las Corporaciones Locales no aumentando la presión fiscal, sino elevando su participación en la recaudación de determinados tributos, a costa no tanto del Estado como de las CCAA. El establecimiento de mecanismos que garanticen la suficiencia presupuestaria de los ayuntamientos es
especialmente necesario para evitar que la gestión del suelo siga siendo una fuente principal de financiación de los mismos, con todos los problemas que ello ha suscitado desde todos los puntos de vista.

En todo caso, el problema de las Corporaciones Locales no se limita a aspectos relacionados con la definición de sus competencias o su financiación, también es preciso modernizar sus sistemas de gestión y provisión de bienes y servicios públicos.

Por un lado, hay múltiples áreas en las que la aplicación de técnicas empresariales de gestión llevaría consigo claras ganancias de eficiencia. Es el caso de actividades en las que hay mayor competitividad del sector privado, economías de escala, una elevada especialización, tecnologías rápidamente cambiantes o capacidades de gestión específicas.

Por otro, la presencia de dificultades derivadas del insuficiente tamaño de numerosos municipios y de problemas de congestión justifican la aplicación de mecanismos de coordinación intermunicipal. A ello han de sumarse los problemas singulares de las grandes áreas metropolitanas, en las que la elevadísima movilidad intermunicipal hace crecer la diferencia entre los ciudadanos que financian los servicios y los que los disfrutan.

Por último, las grandes urbes españolas deben ser cada vez más conscientes del nuevo papel de las ciudades en un mundo globalizado en el que la competitividad está más condicionada por áreas geográficas que por Estados. Se abre así un enorme campo de posible actuación de las Administraciones Locales, que deben contribuir a solucionar los problemas de congestión, elevar la calidad de vida sus ciudadanos y ser capaces de atraer capital humano de elevada formación, elementos todos ellos que impulsarán su papel de centros de innovación y competitividad.



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