En el Consejo Europeo de Lisboa de marzo de 2000, los jefes de Estado y de Gobierno de los 15 países que entonces formaban la Unión Europea proclamaron un ambicioso objetivo para la primera década del siglo XXI: convertir a Europa en la economía más competitiva y dinámica del mundo, no sólo capaz de crecer sino de hacerlo también de manera sostenible, con más y mejores empleos y con una mayor cohesión social.
Hoy, a punto de cumplirse la mitad del plazo establecido, el presidente de la Comisión Europea ya ha decidido actualizar la estrategia fijada hace cinco años, rebajando la ambición de sus metas y desprendiéndola del carácter utópico con que entonces se definió. En el tiempo transcurrido desde marzo de 2000, los resultados económicos de la Unión Europea no han estado a la altura de lo deseado, tanto si se valoran de acuerdo a los propios objetivos de la Agenda de Lisboa como si se comparan con los resultados del que es nuestro gran referente, la economía de los Estados Unidos. El PIB europeo ha crecido a ritmos inferiores al estadounidense, incluso si se mide en términos per cápita para así tener en cuenta el mayor crecimiento de la población estadounidense. Las tasas de actividad y ocupación en Europa se están rezagando cada vez más con respecto a los valores que esos indicadores alcanzan en EE.UU.
Este mal comportamiento del mercado de trabajo ha hecho abandonar el objetivo del 70% que se estableció para la tasa de ocupación europea. Asimismo, la evolución reciente de la productividad en Europa ha sido insatisfactoria, con un aumento claramente inferior al experimentado en los EE.UU. Por último, aunque no por ello menos importante, el grado de penetración e importancia económica de las TIC en la Unión Europea es menor que en EE.UU., e inferior al que debe exigirse de una economía que pretende basar su competitividad en el conocimiento.