Publicado en La Tercera de ABC
Santiago Martínez Lage es Académico correspondiente de la Real de Jurisprudencia y Legislación y socio del Círculo de Empresarios.
En los últimos tiempos muchas personas cultas vienen abusando de la expresión “niego la mayor”, quizás, sin saber muy bien lo que están diciendo. Así, oigo en la radio que el exembajador de España en un país africano, acusado de vender visados, declara: “niego la mayor”. No lo creo. La mayor (premisa mayor), en este caso, es que vender visados está prohibido. Estoy seguro de que el exembajador no niega esta prohibición; lo que él niega es haber vendido visados. Y a eso –llevado por el lenguaje de moda- lo llama “la mayor”, como equivalente de lo principal. Leo también en la reciente e interesante novela de Isabel San Sebastián “La mujer del diplomático” que la madre de la protagonista sospecha de la infidelidad de su marido, y éste también “niega la mayor”. Tampoco creo que sea esto lo que quiere negar el ministro-consejero de la embajada de España en Estocolmo; él niega los hechos, dice que no tiene ninguna amante. Es decir: niega la menor (la premisa menor).
Yo nací, perdonadme- como a Gil de Biedma- en la edad de los internados de jesuitas. Y allí me enseñaron una filosofía ramplona pero útil. “Niego la mayor” es la traducción del enunciado de un argumento que en el latín escolástico se formulaba como “nego maiorem ergo nego consequentiam” (niego la mayor, luego niego la conclusión). Recordemos todos -porque esto lo enseñaban también en los Institutos- que un silogismo se compone de una premisa mayor y de una premisa menor, de cuya subsunción se extrae una conclusión. Ejemplo clásico: todos los hombres son mortales (p. mayor); Sócrates es hombre (p. menor); luego Sócrates es mortal (conclusión). La premisa mayor expresa la proposición general y la premisa menor el caso que se somete a examen.
En la abogacía todo pleito se reduce a un silogismo de esta clase: una norma nos dice lo que está prohibido, o permitido, y nosotros, normalmente, debemos defender que la conducta de nuestro cliente no encaja en la norma prohibitiva, o está cubierta por la norma permisiva. Existen dos vías para evitar la conclusión inconveniente: negar, o matizar, los hechos, de modo que la conducta de nuestro cliente no sea la que contempla la norma; o negar que la norma prohíba lo que ha hecho nuestro cliente.
En la apasionante obra de Javier Cercas El impostor, el autor nos dice que cuando la impostura de Enric Marco, protagonista real, es puesta definitivamente de manifiesto, es decir, cuando se prueba que nunca ha estado internado en un campo de concentración nazi, como él ha afirmado repetidas veces hasta llegar a convertirse en presidente de la Amical de Mauthausen, y que, pese a ser el paladín de los deportados, fue trabajador voluntario en la Alemania hitleriana, al portentoso manipulador de la verdad, “debió ocurrírsele…que podía negarlo todo, o que al menos podía negar la mayor”. Sin embargo, uno continúa leyendo y comprueba que lo que el autor pone en la imaginación de Marco en aquellos críticos momentos es negar que no hubiera estado internado en el campo de Flossenbürg, como acababa de reconocer. Esta doble negación (equivalente a una afirmación: “podía seguir diciendo que había estado internado en Flossembürg “) podría ser muy importante para la salvación del protagonista –es un hecho capital; “mayor”, si uno quiere llamarlo así- pero no afecta para nada a la premisa mayor, aunque el lenguaje que J. Cercas, muy acertadamente, presta a la imaginación de Enric Marco así lo afirme.
Sin embargo, resulta que Enric Marco no quiere ser salvado sino defendido. Al final de la obra se sincera con el autor, reconoce todas sus falsedades y abandona cualquier intento de que su defensa se base en la negación de los hechos.
La defensa es, como todo el mundo sabe, la tarea del abogado. La defensa más fácil suele ser la negación o matización de los hechos. Pero en El impostor el atormentado autor sabe que no va a defender al protagonista con la negación, matización o tergiversación de los hechos reales. Cercas no va a atacar la premisa menor. Va a atreverse a cuestionar la premisa mayor. (Él sí, con toda propiedad). A saber: que la impostura sea siempre reprobable. Premisa ésta, que, en principio, parecería asumible por todos los lectores, y, de hecho, fue asumida, casi unánimemente, en su día por la opinión publicada, y por la pública, cuando el historiador Benito Bermejo descubrió la farsa de Marco.
Mediada la obra, Cercas empieza a apuntar a que no toda impostura es siempre reprobable. En apoyo del primer esbozo de su tesis trae a colación a brillantes autores contemporáneos como Mario Vargas Llosa, catalizador de la obra según confesión del autor, que afirma bella y certeramente que una novela es una verdad moral o literaria contada a través de una mentira. ¿Sería, pues, Enric Marco el novelista de sí mismo y, en consecuencia, su fabulación no debiera ser objeto de una crítica distinta a la de la obra de un escritor? La tesis es hermosa y atractiva pero poco rigurosa. Por eso, páginas más adelante, el autor se plantea la eterna cuestión ética de si la mentira es siempre reprobable (como sostenía Kant y los moralistas de lo absoluto) o lo es sólo cuando causa un mal (como defendía abiertamente Voltaire, y muchos otros relativistas). Cercas se inclina por la tesis relativista, como hacemos a diario, sin saber que somos volterianos, el común de los mortales: no toda mentira, y en consecuencia no toda impostura, es siempre, por sí misma, reprobable.
En el mejor capítulo de esta clarividente y revulsiva novela el autor imagina un diálogo con el impostor, en el que ambos se desnudan por completo. El protagonista, tras reconocer todas las verdades que mantenía escondidas, le dice al autor: “Ahora [que] se las he contado… no me arrepiento. Cuéntelas… Defiéndame con ellas”. Sin saberlo, Enric Marco le está diciendo: niegue la mayor, afirme que hay imposturas, como la mía, que no son reprobables.
¿Cuántas veces no hemos oído los abogados, con toda convicción, y frecuente razón, la misma afirmación de boca de un honrado cliente y, en consecuencia, nos hemos tenido que plantear cuál es el verdadero sentido de la norma, al margen de su literalidad?
Ahora bien ¿tiene razón Marco? ¿Fue su impostura inocua, cuando no encomiable? Dejo al lector que no haya leído la novela con la pregunta sin responder. Pero de todas las posibles justificaciones que examina Cercas me quedo con ésta: todos somos, de alguna manera, impostores, y todos, a nuestro modo, reinventamos nuestro pasado.
Pero uno no ha asistido impunemente a un colegio de jesuitas, de modo que no puede concluir este comentario sin añadir una moralina: al impostor, más o menos bien intencionado, que parece que todos llevamos dentro, debemos mantenerlo embridado, y, cuando nos fuerce la mano, hemos de procurar que no tire por el lado del egoísmo sino por el del altruismo. O, al menos, por el camino de la inocuidad.